Todos lo hemos pensado. Las consecuencias de la pandemia causada por el coronavirus nos recuerdan la importancia de reflexionar sobre nuestra voluntad y deseos ante una enfermedad o fatalidad. Ineludiblemente, ese agobiante pero necesario ejercicio de planificación implica analizar cuáles bienes conforman nuestro patrimonio, cómo quisiéramos que éste sea administrado cuando ya no tengamos la capacidad de hacerlo y, ante el indudable deceso, entre quiénes y de qué forma nos gustaría distribuirlo. Producto de esa reflexión, resulta indispensable documentar nuestra voluntad mediante los instrumentos legales correspondientes.

Ante la inexistencia de una disposición concreta del dueño del patrimonio, la legislación costarricense dispone de normas que regulan los procesos de sucesión. Sin embargo, esas disposiciones podrían no ajustarse a nuestros intereses o realidad, ocasionar problemas intrafamiliares e implicar una serie de procedimientos judiciales que podrían retrasar el proceso de distribución y acceso de bienes. Esto, en algunos casos, podría dificultar la manutención no sólo del dueño del patrimonio, sino también de todas aquellas personas que dependen de ese sustento económico.

El ordenamiento jurídico de Costa Rica prevé la posibilidad de implementar estructuras de sucesión que permitan disponer del patrimonio de una forma más flexible, rápida y acorde a nuestras intenciones. Si bien existen algunas excepciones, estas estructuras, contrario la creencia popular, pueden ser modificadas en cualquier momento, en el tanto el dueño del patrimonio se encuentre en el pleno uso de sus capacidades.

En algunos casos, el ya conocido testamento es una alternativa rápida y sencilla de planificación sucesoria. Sin embargo, otros vehículos tales el fideicomiso testamentario y la fundación de interés privado panameña, permiten un resguardo más estricto de confidencialidad, así como mayor flexibilidad.